Ayer, cuando íbamos a los Tíos Pinta Pinta, conversábamos con mi amigo Juan Carlos acerca de lo individualista que es mi generación en contraste con la suya (él tiene casi 7 años más que yo) y lo difícil que eso hace que la gente pueda llevar un matrimonio con éxito.
Quiero aclarar, primero que todo, que lo que se dice en este post es un análisis general del panorama nacional y por supuesto no engloba los casos particulares que pudieran haberse producido.
Es cierto que los que fuimos jóvenes en los noventa tuvimos muchas más libertades que quienes lo fueron en los ochenta. Los primeros vivieron fuertemente la era del consumismo (que empezó la segunda mitad de los 80 con las zapatillas Puma y Nike, por ejemplo), el acceso masivo a los viajes al extranjero, en general, la bonanza económica que se acabó con la crisis asiática de finales de los noventa y una mayor tolerancia a la diversidad.
Los noventa fueron los años del grunge, las series gringas del cable como Friends y más tarde el éxtasis y las fiestas tecno.
Todo lo anterior llevó a que los jóvenes noventeros ya no tuvieran como horizonte casarse antes de los treinta años y a que muchos de quienes lo hicieron terminaran sus matrimonios estrepitosamente luego de pocos meses (todos conocíamos por lo menos un caso).
Por otra parte, muchas de las parejas que se casaron decidieron no tener hijos.
Después de todo, el matrimonio exige esfuerzo, negociar, ceder, renunciar a ser el centro del Universo y formar una familia es caro (de hecho, tener hijos es carísimo), un sacrificio que no mucha gente está dispuesta a hacer.
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